ROBERTO BLANCO TOMÁS.
Llegó septiembre, y con él el cole, lo que da lugar en muchos hogares a pequeños dramas con los peques llorando porque no quieren ir a clase. Algo que ha ocurrido toda la vida y que seguirá ocurriendo, sobre todo entre los alumnos de Educación Infantil (desde bebés hasta los seis años, de carácter voluntario), especialmente en su primer ciclo (hasta los 3 años), y muy especialmente entre los niños que acceden por primera vez a un centro escolar. Y es que la cosa no es baladí: estamos ante uno de los cambios más grandes que vamos a experimentar en toda nuestra vida: abandonar la seguridad de la familia para descubrir nuevos espacios, con nuevos horarios e interactuando con gente nueva, niños y adultos.
El “periodo de adaptación” es “un proceso en el cual el niño va elaborando afectivamente poco a poco la pérdida y la ganancia que le supone la separación temporal de su familia, hasta llegar voluntariamente a una aceptación interna de la misma y a una vivencia positiva de su escolarización”, podemos leer en un documento elaborado por la Escuela Infantil Luisa Fernanda, de Puente de Vallecas, que insiste en que “la incorporación no es un trauma o un problema, sino una dificultad a superar, una conquista que deben alcanzar”. Cristina, coordinadora del centro, nos explica sobre su duración: “Depende mucho de cada niño y de cada familia… Puede durar desde nada hasta niños con un proceso más largo que igual se tiran una semana o diez días hasta que se van centrando”. María Jesús, la directora, lo corrobora: “En una semana o dos la mayoría de los niños están funcionando”.
En este sentido, podemos leer también en el documento: “los niños son capaces de adaptarse a cualquier situación, si es adecuada, pero necesitan hacer un esfuerzo. A los adultos nos corresponde, tanto desde la escuela como desde la familia, ayudar al niño a superar estas dificultades, dándoles seguridad y confianza”. De hecho, Cristina opina: “Yo creo que el proceso es casi más duro para los padres que para los chavales… Los niños pueden llorar un ratito, que tampoco pasa nada, pero como la familia lo pase un poco mal, eso sí que se nota en ellos. Cuando la familia se va con tranquilidad, se adaptan antes: esa tranquilidad se les transmite”. Para superarlo, continúa Cristina, “es fundamental que no se les engañe, aunque se queden llorando”. “Que puedan confiar —sigue María Jesús—. Si tú le dices: ‘me voy, pero en un ratito vengo’, y eso se cumple, el chaval va a confiar en que eso es así. Pero si le dices: ‘no… si no me voy…’, y cuando se ha dado la vuelta te has ido, al niño le crea inseguridad —‘¿me va a dejar aquí?’—, y lo va a pasar el doble de mal”.
Hablamos de este tema con Patricia, mamá de Víctor, un niño de dos años y dos meses que empieza este día sus clases. Es su segundo año, y de momento lo lleva bien: “hoy no ha llorado, pero mañana, que ya va a saber que va a venir a diario, seguramente llore. Cuando esto pasa, te da mucha pena, pero es inevitable”. Patricia tiene claro que es un proceso que hay que pasar, y se muestra tranquila: “El año pasado no lloró los primeros días… Luego, ya pasada una semana empezó a hacerlo… Pero bueno, no pasa nada: le dejas ahí y luego se lo pasa bien, y cuando vuelves está supercontento de verte”.
Y es que no hay recetas mágicas, pero sí hay estrategias que suelen funcionar, y la principal parece ser asumir que cada caso es distinto, que es algo normal y que lo fundamental es la comprensión. Así lo explica Cristina: “cada niño te demanda una cosa. Hay niños que no quieren ni que les roces, entonces hay que respetar lo que ellos quieran. Otros necesitan que les achuches y les cojas… Cada uno te va a pedir una cosa, y hay que respetarles un poco: tampoco puedes tener a un niño cogido todo el día, pero un ratito sí. Luego, intentamos poco a poco ‘despistarles’: nos sentamos a cantar, o saco pinturas para que pinten, pero sin ninguna intención de que hagan una actividad, sino un poco para centrar la atención en otro tipo de cosas y que no entren en la rueda del llanto”.
Cristina insiste en que el papel de la familia es fundamental: “intentamos tener un trato muy directo con ellas, tranquilizarlas mucho, que vean que el niño aquí va a estar bien… Yo siempre les digo: ‘vamos a ver, si es que es normal que llore; si yo no lloro porque soy adulta’. Todos los cambios en la vida te cuestan, lo que pasa es que somos adultos y nos han enseñado que no podemos llorar cuando vamos a un trabajo nuevo. ¿Pero tú cómo te sientes cuando cambias de trabajo? Los primeros días estás descolocado… Pues lo mismo les pasa a ellos”, concluye.
Fotos. Vanessa Agustín