
Por Asociación Wai
Cuando paseamos por nuestros barrios, no siempre somos conscientes de los obstáculos que para muchas personas suponen una barrera infranqueable. Este artículo propone un ejercicio de empatía y reflexión a través de los ojos de una persona con diversidad funcional.
Diversidad significa tener capacidades distintas a las mayoritariamente aceptadas como estándar. De hecho, todos, en algún momento de nuestra vida, por enfermedad, accidente o envejecimiento, podríamos formar parte de este colectivo. Asumir esta posibilidad nos obliga a pensar en un modelo de sociedad más inclusivo y justo. La diversidad funcional abarca muchas realidades: motora, sensorial e intelectual. La motora, que implica limitaciones en la movilidad total o parcial del cuerpo, es la más visible, pero no la única. Existen también barreras sensoriales que afectan a quienes tienen discapacidad visual o auditiva, enfrentándolos a entornos poco adaptados: señalizaciones sin braille, semáforos sin sonido, o falta de subtítulos en espacios públicos. La diversidad intelectual, por su parte, supone retos en la comprensión y en la comunicación, lo que dificulta la participación plena en actividades cotidianas como realizar trámites administrativos o acceder a servicios básicos.
Quienes conviven con una diversidad funcional encuentran a diario dificultades para desarrollarse en igualdad de condiciones. Las barreras físicas pueden ser lo más visible: falta de rampas, ascensores averiados, transportes públicos no adaptados o viviendas inaccesibles. Pero las barreras sociales pesan igual o más: prejuicios, aislamiento, invisibilización en el mercado laboral y falta de representación real en la vida pública.
El impacto económico también es evidente. La diversidad funcional conlleva un gasto añadido: tratamientos médicos, de rehabilitación, tecnologías de asistencia o adaptaciones en la vivienda, etc. A menor nivel económico, menores oportunidades de alcanzar una vida autónoma y digna. Esta desigualdad se agrava cuando añadimos la perspectiva de género: las mujeres con discapacidad sufren discriminación múltiple, viéndose relegadas a los márgenes de la educación, del empleo y de la participación social.
Accesibilidad universal
La falta de oportunidades educativas, laborales o de participación ciudadana es una carencia estructural que la sociedad tiene la obligación de corregir. ¿Qué podemos hacer? Apostar por la accesibilidad universal, como un derecho básico; promover la inclusión real en todos los ámbitos de la vida: la escuela, el trabajo y la cultura; romper los prejuicios que perpetúan la exclusión; fomentar redes de apoyo vecinal; y exigir políticas públicas comprometidas que garanticen que nadie quede fuera por tener una capacidad distinta.
Mirar nuestros barrios con otros ojos es el primer paso. El siguiente, y más importante, es construir un entorno donde todas las personas, con todas sus capacidades, puedan vivir con plenitud y dignidad.