Por Pedro Lorenzo
El drama estrenado en 1635, obra cumbre del teatro español de todos los tiempos, gira en torno a la privación de libertad. Segismundo vive encerrado en una torre desde su nacimiento, por parte de su padre el rey Basilio de Polonia, para no verse derrocado y humillado por éste, según le vaticinó un oráculo.
La obra trata de la predestinación de la vida humana y de los espacios de libertad que se pueden conquistar. Es un clásico entre los clásicos largamente representado y que en esta versión de Declan Donellan y Nick Ormerod, sin perder la esencia, es actualizada al siglo XXI con una puesta en escena atrevida y singular. La obra se representa en verso como la original, y en ella permanecen las tres jornadas o actos, y las dos tramas: el encierro de Segismundo y el compromiso entre Rosaura y Astolfo, sobrino del rey, de que heredaría el trono.
En la primera jornada se produce el monólogo ‘¡Hay mísero de mí.!’ por parte de Segismundo, Alfredo Noval, el conflicto entre el libre albedrío y la predestinación; la realidad y la ficción: y los sueños sueños son; Las sombras y la luz; y la civilización y la barbarie. El Barroco en todo su esplendor. Un portento de sensibilidad, pensamiento, religiosidad y filosofía. Todo eso y mucho más es ‘La vida es sueño’. Y los dos monólogos antológicos de Segismundo.
Basilio, magníficamente interpretado por Ernesto Arias, está en el centro de la historia de modo omnipresente y es parte principal de la relevancia del éxito de esta versión. Presencia, dicción, elegancia y autoridad. Clarín, Goizalde Núñez, está soberbio y muy gracioso, cercano al arlequín en la Comedia del Arte. Astolfo, Clotaldo y el resto de personajes están en su sitio sin errores y correctos en sus papeles como el resto del elenco. La escenografía, a base de siete puertas que dan entrada a las escenas, es un recurso sencillo, pero efectivo. La iluminación de Ganecha Gil es también a tener en cuenta.
En definitiva, un montaje muy cuidado que se aleja de las puestas en escena más convencionales, pero una versión digna y moderna de un Calderón menos clásico en el que el sueño y la realidad se confunden dejando entrever la luz y sentir el verso en toda su profundidad. Dónde mejor que en el templo del verso como es el teatro clásico, de la mano de un director tan refutado en Europa como Declan Donellan.