Ignacio Marín (@ij_marin)
Ha sido nuestra compañera durante más de un año. Estuvo en los momentos más difíciles. Se atrevió a ir con nosotros a aquellas visitas al supermercado durante el confinamiento, en las que cualquier segundo de más era clandestino. Se convirtió en parte de nuestra vida, con la que supimos convivir con esa capacidad de adaptación que siempre nos sorprende.
Y ahora, muchos nos sentimos reacios a abandonarla. No es solo por sus demostradas cualidades preventivas. Hay algo de sentimental. Como un pájaro que duda ante la puerta abierta de su jaula. Como si fuéramos presos de un síndrome de Estocolmo pospandémico.
Pero, sin duda, la progresiva marcha de la mascarilla nos hará recuperar sensaciones que creíamos olvidadas. Recobraremos capacidades expresivas tras tantas muecas veladas. Y nos reencontraremos con las calles ya en plenitud de nuestros sentidos. Recuperaremos los aromas del café en el bar recién abierto, del horno de la panadería, del mercado a primera hora, del rocío del Azorín. De los entresijos, del bocata de calamares, de las bravas. Del lahmacun, del ceviche o del wan tun. De todas aquellas pequeñas cosas que al final forman un gran barrio.
Pero por mucha normalidad que recobremos, algunas sensaciones no volverán. La calidez de los rostros que quedaron por el camino. La ilusión y el esfuerzo de muchos negocios incapaces de continuar. Hogares rotos al no poder ofrecer un ingreso con el que alimentar la burbuja del alquiler o de la factura de la luz. Voracidad desmedida a la que, por cierto, se nos prometió combatir. Una desgracia que podría haber sido mayor de no contar con la solidaridad de los vecinos.
Tampoco volverá aquella mínima sensación de seguridad que aportaba la red de Atención Primaria en nuestros distritos. A la supresión de las urgencias se le suma la reducción de los recursos, humanos y materiales, dedicados a estos centros, el cierre en verano de muchos o la creciente eliminación de camas hospitalarias.
El abandono de la mascarilla nos hará sentir de nuevo los olores del vertedero de Valdemingómez. La justicia ha declarado nulas las autorizaciones del ayuntamiento para verter desde 2019 más de 35.000 toneladas de basura de los municipios del Este. Una sentencia insuficiente y que llega tarde, tras años respirando sustancias tóxicas.
Otro tufo sigue en nuestras calles, la peste del racismo, el machismo y la homofobia. Su última consecuencia ha sido la intentona de destruir el mural del paseo del pueblo de Vallecas. Se dieron pronto de bruces con un vecindario combativo que lleva mascarilla, pero no bozal.
Pero quedémonos con los buenos momentos que vendrán. Los aromas de nuestras fiestas, de las verbenas y de las ferias. De la Batalla Naval y de los conciertos. De los puestos de bocatas y encurtidos. Y el de un Rayo de Primera, que parece justicia poética tras meses en el que nuestro barrio ha sido manipulado e insultado. Quedémonos con los buenos momentos que, si nos lo proponemos, serán los que están por llegar. Feliz verano.