Por Ignacio Marín (@ij_marin)
Incluso los que hemos crecido en las ciudades, somos conscientes de que son lugares hostiles. Son lugares en los que vivir se convierte en una odisea. Nos vemos devorados por el tiempo, atrapados por el rigor de las obligaciones, desamparados por recursos insuficientes y sobrepasados por la competitividad de un sistema inhumano. La corriente que nos arrastra es la del consumo, la del individualismo, la del egoísmo. Es complicado y desalentador tratar de luchar contra esa deriva. Por eso, en un mundo en el que la arrogancia y la ostentación son la norma, reivindicar la sencillez es un acto revolucionario.
Podemos pensar que existen escasos remansos de paz en las ciudades. Creemos que observar un hermoso paisaje, unas montañas ante las que respirar aire puro, el rumor de las olas mientras disfrutamos de la brisa marina, son sinónimos de esa paz. Por eso aparecen esos paisajes en nuestros ordenadores sobre los que vomitamos plusvalías durante horas. No podemos disfrutar de esos momentos cuando sabemos que son efímeros, cuando nuestro móvil está vibrando con más obligaciones en el bolsillo. La felicidad no puede coincidir exclusivamente con los fines de semana o las vacaciones. No es que no nos gusten los lunes. Es un día cualquiera en el que pueden ocurrir cosas maravillosas. Lo que no nos gusta es el capitalismo.
El sistema en el que vivimos ha ido destruyendo todo lo que es bello, incluso en las ciudades. Lo ha volatilizado simplemente porque le suponía una amenaza para su supervivencia. La solidaridad entre los vecinos, las calles planteadas como lugares de convivencia, los barrios como microcosmos donde vivir, donde trabajar, donde crecer y dejar crecer, barrios como el nuestro han dado paso a periferias, pensadas simplemente como ciudades dormitorios, inasumibles sin desplazamientos en coche. Las grandes urbanizaciones que vemos crecer a nuestro alrededor son fortalezas en las que todo lo que ocurre fuera de sus muros parece peligroso y hostil. Las calles, que en su día eran lugares de encuentro y vida, se limitan a vías de paso de esos coches, que cuanto más grandes y ostentosos sean, mejor. Los llaman desarrollos urbanísticos cuando no tienen nada de desarrollo.
Antes de que nos arrase ese torrente de individualismo, reivindiquemos la belleza de lo sencillo. Esos grandes paisajes, esos remansos de paz, están en nuestro interior, están en nuestro día a día. Un paseo por el Bulevar, por el Cerro del Tío Pío, por el Paseo de Villa, sin pretensiones, sin complejos. Compartir buenos momentos en la Plaza Vieja, en el Mercado de Nueva Numancia. El abrazo de un ser querido, la felicidad compartida. Plantar cara con alegría a ese mundo de oropel. Tener objetivos comunes y no deseos individuales. Qué bueno sería encontrar un paraíso interior en este mundo en eterna combustión. Eso les deseo para este 2025.