Por Pedro Lorenzo
Vi esta obra colectiva cuando se cumplían 753 días sin luz. Un drama real que mantiene unidos y cohesionados a un barrio digno, en el que viven 8.000 personas de los que 2.800 son menores y están condenadas al frío en invierno y al calor excesivo en verano, que sueña con una mejor vida, y al que no le dejan caminar, respirar o iluminarse. Las linternas están muy presentes y cuando vuelve la luz es una fiesta, ya que se puede poner la lavadora o leer sin necesidad de velas.
La historia tiene como protagonistas a las vecinas de la Cañada, junto a actores y actrices, y repasa el devenir de tres generaciones que durante 50 años han ido construyendo sus casas tras venir huyendo de la pobreza desde el sur de España, Murcia o Extremadura.
Sobre la tarima suenan frases como “Lo que la policía derriba de día, nuestros sueños lo construyen de noche” o “La Cañada tiene algo de Troya”. Aquí no hay luces, no hay metro, no hay autobuses y, además, como también se dice en la representación, “la Cañada está en la frontera del mayor espacio de suelo disponible”. Es esta una de las claves del deterioro y del incumplimiento de su pacto regional: la especulación. Los pobres molestan, aporofobia. Las 17 nacionalidades diferentes estorban y tampoco las tres religiones diferentes ayudan.
Hay diferentes historias reales en esta magnífica obra y profusión de datos al respecto. La más destacada es la de Waifa y su familia, que quiere estudiar medicina. Tiene muy buenas notas, pero con los cortes de luz o la falta de cobertura de internet se le hace muy difícil seguir sus estudios de manera normal.
Aparece también la participación de la Plataforma por la Luz, de las ONG’s, de la solidaridad intervecinal, referentes como Gerardo, y también la excusa de las plantaciones ilegales de marihuana para el corte de luz. Gran parte de las casas que cultivaban ya fueron demolidas. “Después de dos años sin luz, ya no puede quedar una plantación”, dice Houda Akrikez, presidenta de la Asociación Tabadol, que participa como actriz en la obra.
Este montaje hace visible lo invisible y da voz a los que no la tienen. Pone luz a unos prejuicios e intenta eliminar el estigma que acompaña a esta población. Como dice su autora, Vanesa Espín, “El teatro debe ser también un reflejo de la realidad, de lo que se vive en la calle”. Y aquí así es. Teatro social, de verdad.
Un mapa físico y geográfico, humano y cruel por el despiadado poder de quien ejerce violencia desde el poder y deja en la cuneta inermes, sin luz y sin aliento a tanta buena gente únicamente por su asentamiento, etnia o pobreza.
Un acierto esta obra en todos los órdenes por su texto, dirección, interpretación, escenografía, iluminación e ilustración, sobre un problema real que no se quiere contar y tampoco se deja ver.