Por Antonio Osuna
Me gustaría hablar de un fenómeno no muy habitual antes del maldito virus, algo que prácticamente jamás nos habíamos planteado y que muchísimas empresas se vieron obligadas a optar por ese método. El teletrabajo… ¿no me digan que el nombre no suena a esos anuncios antiguos de “busco empleo” que emitían en televisión? Gente que no salía a empapelar las calles con su currículum, sino que optaban por el medio más popular de la época para encontrar trabajo. Hasta que llegó Internet y todo cambió. Como siempre.
Yo he sido uno de los pocos agraciados con el “teletrabajo” y sí, lo cierto es que el nombre le viene al pelo, hay más tele que trabajo. Y es que las horas son largas en una oficina, pero en casa… En casa se hacen eternas un día y segundos al día siguiente. Pros de trabajar en casa: estás más a tu aire, puedes trabajar en pijama, llegas antes al trabajo y te ahorras el atasco. Contras: ¡estás en casa!, ese es el mayor contra. Mil cosas por hacer, de las cuales, estando en la oficina te libras, pero en casa… no, ahí no tienes donde esconderte.
En aquellos días en los que pisar la calle era un deporte de riesgo, (allá por abril, mayo… que parece tan lejano) deseaba estar en ese atasco, ver esos rostros todavía sin despejar tratando de cambiar de carril. Aquellos carteles de “retención”. Hoy veo “retención” y pienso… ¿será una serie nueva? Creo que ya las he visto todas. Y es que el teletrabajo tiene su lado bueno y su lado malo, al igual que todas las cosas de la vida. No obstante, fui un privilegiado en la cuarentena por poder desempeñar mi trabajo desde casa. Ojalá existiera la forma de que todos los trabajos fueran así. En fin, la vuelta a la normalidad trajo consigo el fin de esa experiencia. La de estar en casa sintiendo que el salón es tu oficina y que la sala de reuniones es la mesa del comedor. Al menos en los días de confinamiento estaba entretenido, eso sí.