Por Antonio Osuna
Por fin, llegó el día. Esas eran las palabras que resonaban en mi cabeza cada 6 de enero. En mi casa nunca fuimos mucho de Papá Noel. Bueno, quien dice “no mucho”, dice nada, a decir verdad solamente lo veíamos en los anuncios de Coca-Cola. Algunas veces me dio por preguntar: ¿Aquí no viene Papá Noel? Y la respuesta de mis padres siempre fue la misma: “No, eso es en otros países, los Reyes Magos no pueden ir a todos lados y se reparten el trabajo”. Me parecía una buena respuesta. Además, estaba contento en cierta manera con esperar los regalos el día 6. Tres personas pueden cargar con más bultos que una, eso lo sabe hasta un niño. Hoy por hoy parece que se suelen organizar mejor, creo que prácticamente en todas las casas ya llegan los dos bandos. Debe ser que las rutas comerciales han mejorado. Como iba diciendo… Yo era y sigo siendo de “Reyes Magos”. Y por si fuera poco, esa noche los vería antes de irme a la cama. Ya no, pero en esa edad dorada recuerdo como mi madre me llevaba sí o sí a la cabalgata… Qué emoción… No importaba el frio que hiciera. Allí nos poníamos, en primera fila de la calle con toda la ilusión en la cara de ver a las personas que esa noche entrarían en casa para dejar las cosas más valiosas que había deseado. Puede que entre esas personas también estuvieran algunos que fueran a entrar en otras casas a llevarse cosas más que a dejarlas, pero eso es otra historia navideña muy diferente, y si voy por ahí al final acabaré hablando como Macaulay Culkin. El caso es que nos quedábamos ahí de pie a esperar, en la avenida de la Albufera, cerca de la Junta Municipal, donde finalmente se asomaban al balcón y nos mandaban a casa para que les diera tiempo a repartir todos los regalos. Ese instante era muy especial. También es cierto que me chocaba un poco verlos en carrozas y no en camellos… Pensaba: debe ser dificilísimo cruzar el desierto en ese trasto y más con todos los regalos… Yo trataba de mirar a ver si veía algo empaquetado, algún bulto, pero lo único que se podía distinguir eran las bolsas y bolsas de caramelos que nos lanzaba a todos los niños. Había madres más preparadas, llevaban paraguas que abrían al revés para que cayeran dentro todos los posibles. Para mí eso siempre fue hacer trampa, así no se juega, pero mi madre abría su chaqueta, alzaba sus manos y no había paraguas que atrapase mejor los caramelos reales.
Todavía paso por la Junta y recuerdo a los Reyes saludándonos, alzando sus manos sonrientes y diciéndonos que fuéramos buenos. Este año haré lo mismo, me iré pronto a la cama y esperaré la llegada real… Es más, haré lo mismo el día 24. Si las rutas han cambiado puede que Papá Noel por fin venga a casa. Ya os contaré como acaba el cuento de Navidad.