Las recientemente celebradas Elecciones Generales y, sobre todo, la campaña que las ha acompañado, han permitido sacar muchas conclusiones, la mayoría de ellas negativas. De entre todas, la más llamativa es aquella que permite atisbar, sin lugar a dudas, que los políticos tienden a no decir lo que van a hacer por temor a perder votos o perder, directamente, las elecciones.
Una prueba evidente de ello fue el comentario de un político en campaña, durante el proceso electoral,
que preguntado sobre por qué no explicaba en sus mítines la política de recortes que su partido anunciaría dos días después de salir vencedor, confesaba sin rubor que “si digo lo que pienso, perdemos las elecciones”.
Semejante afirmación, aplicable a otros muchos políticos que cuando no gobiernan echan la culpa de
los problemas a un motivo y, cuando son elegidos, lo cambian por otro, no hace sino confirmar que
la política actual tiene como objetivo primordial la victoria a toda costa. Y que la honestidad, la verdad o la explicación sin tapujos de los programas, se convierte en algo secundario. Como lo son los
votantes, simples objetos a los que hay que «comer el coco» durante unos días, para apartarlos y
despreciarlos durante el resto de la legislatura.
Igual sucede con los periodistas, a quienes se utiliza para hacer de altavoz de unos mítines en los cuales no admiten preguntas, y a los que se ningunea cuando piden explicaciones sobre los programas o
las decisiones que van a tomar. Con semejante panorama, no es de extrañar que la abstención, los votos nulos y el voto en blanco, gane terreno frente a una política que castiga a los partidos minoritarios y sólo beneficia a quienes quieren perpetuarse en el poder.