Por Ignacio Marín (@ij_marin)
Hace poco se cumplieron 41 años del asesinato en las calles de Vallecas del joven Vicente Cuervo tras un mitin fascista. Echar un vistazo a aquella época tan agitada es como tratar de mirarnos en un espejo roto y ajado. Nos cuesta, pero somos nosotros los que estamos ahí reflejados.
Porque, aunque esos años ya se fueron, con su represión y su violencia, con sus derechos conquistados a la carrera, las calles son las mismas, y muchos de sus problemas, también. Pero, por desgracia, hoy asistimos a la pérdida de la calle como espacio de legítima protesta.
La calle como altavoz de la rabia de los oprimidos tuvo como punto álgido aquella experiencia tan catártica del 15M y que generó tanta ilusión en los que creíamos que el sistema estaba agotado como bilis de los que temían que los privilegios cesasen. Incluso anunciamos ilusos que el capitalismo había muerto, como si la historia no nos hubiera enseñado con qué virulencia se revuelve el poder cuando se ve amenazado.
Todo aquello fue fagocitado por Podemos, erigiéndose como portavoces de los desposeídos, decisores de lo legítimo. Ahora, son Gobierno y oposición al mismo tiempo. En algún momento de su ascenso a los cielos, recurrieron a las ideas para aliviar lastre.
Hoy, no sabemos canalizar la rabia ante la situación que sufrimos. Los jóvenes carecen de certezas ni oportunidades, encadenan una crisis tras otra en sus cortas trayectorias vitales.
- La protesta legítima tiene poco que ver con el saqueo, aunque ésta sea la única noticia para los medios
Una frustración a la que se le une despertar cada mañana en un país desnortado, enfrascado en sus corruptelas y con un debate basado en el odio. Un país que alaba al evasor o al monarca huido, mientras se enfanga en sentencias esperpénticas para el manifestante, el tuitero o el rapero.
La última y más bizarra decisión judicial sobre la libertad de expresión ha provocado un espectáculo televisivo del que se están beneficiando los que nos quieren tan precarios como mansos. La protesta legítima, en la que una sentencia absurda es la gota que colma el vaso de la paciencia, tiene poco que ver con el saqueo de un Zara, aunque ésta sea la única noticia para los medios. Es la falacia de la composición, en la que se intoxica haciendo creer que una parte supone el todo. Así, todos los manifestantes son terroristas, todos los migrantes son delincuentes o todos los habitantes de la Cañada son narcos.
El circo mediático alcanzó su clímax cuando se acusó a Podemos de orquestar las protestas. Cualquiera que conozca el tejido social de nuestras calles tuvo que reír ante la ocurrencia de que un tuit de Echenique fuese capaz de movilizar a hordas de incondicionales.
Hoy, Vicente se sorprendería al ver cómo ha menguado la movilización social. Se lamentaría por la pérdida de las organizaciones de clase y de la militancia que tanto han aportado en barrios como el nuestro. Y se asustaría al comprobar que esa guerra judicial o ‘lawfare’ puede ser tan efectiva como las balas. Es nuestra responsabilidad volver a recuperar el espacio de la calle, con ideas y mensajes contundentes, con organización y compromiso. Es el único modo de combatir las falacias de los defensores de la desigualdad.