Abi. S Wall
Hacía mucho frío, demasiado, pero Arlie no sentía nada. Vacío, tal vez ligereza, como si estuviera a flote y en vuelo al mismo tiempo. Sabía que había llegado, de forma repentina, a ese estado. El exterior no era visible para él, ni la luz ni la oscuridad se percibían por ningún lado. Conforme iba templándose su etérea temperatura, apareció un compañero de viaje. La eternidad del infinito y el orden del caos cobraban sentido en el Todo multidimensional. Era como bucear en un mar de estrellas, pequeñas, grandes, luminosas, fugaces; sin ruido, sin gravedad, sin necesidad de respirar ni de agua.
– ¡Bienvenido! -dijo el nuevo acompañante.
– ¿Donde estoy? -preguntó Arlie.
– ¿Cómo te sientes?
– Confundido, perdido, triste. . . diría yo -afirmó Arlie. Lo último que recuerdo es una mesa grande, compañeros, dibujos, muchos dibujos, risas. . .
– Eso es porque acabas de llegar de un viaje muy largo. Date media hora y me cuentas.
Arlie, cerró los ojos sin querer, su cabeza se giraba sola hacia un lado y su mirada se enfocaba en aquél cuerpo celeste del que su esencia procedía. Era capaz de ver el mundo, desde fuera, desde lejos, desde cerca, de poder visitar las casas de sus familiares y amigos, de poder adentrarse en las más oscuras cárceles, de poder tocar la lava de un volcán sin quemarse, de poder investigar dentro de un fusil y salir ileso, de poder entrar hasta los tuétanos de la cueva más antigua, de viajar por las inhóspitas y maravillosas ciudades mitológicas en el fondo de los océanos.
Entró en todas aquéllas casas con humanos de distintas culturas, razas, religiones, costumbres. Se detuvo a observar a sus habitantes y a involucrarse en sus vidas, a comer con ellos, a dormir con ellos, a trabajar con ellos, a luchar, a mendigar, a querer,a hacer la guerra. Quería entender si aquéllos seres compartían algún denominador común. Y vaya si lo compartían. A la mayoría les atraía el dinero, el poder y la fama y hacían lo indescriptible para conseguirlo, desde mentir hasta abusar tanto de otros y de ellos mismos que habían perdido completamente la razón de su existencia. Se limitaban a creerse sus propias órdenes, a rellenar sus estómagos y a drogar sus corazones. La banalidad y el absentismo se habían apropiado de sus almas.
En alguna ocasión escuchó que un padre le decía a su hijo “Haz lo que desees en esta vida, pero hazlo con amor”. El amor, ese fue el otro factor que hacía que los humanos se volvieran locos o se juntaran en paz y armonía. Después de 65 años entre humanos, observándolos, estudiándolos, conociéndolos, aún no podía llegar a entender la pregunta que se repetía a sí mismo desde que escuchó aquélla frase. “¿Se puede asesinar con amor?”
Regresó, abrió los ojos en actitud contemplativa.
– ¿Y bien? ¿que tal después de 25 minutos de reposo?
– ¿En serio? me pareció una vida entera. Me siento, dichoso, realizado, libre. Mejor que nunca, diría yo.
– Entonces, ¿Qué más da donde estés? Aquí no existe el tiempo ni el espacio. Ni el bien ni el mal. Ni lo correcto ni lo incorrecto.
– Me resulta interesante, lo que dices. Pero aún me queda una duda.
– ¿Cuál?
– Después de comprobar que el comportamiento humano varía de un extremo al otro y que ellos mismos saben que es más fuerte la gratitud y la paz que el desmantelamiento de ciudades enteras, de poblados, de familias. ¿Por qué algunos creen en una única fuerza todopoderosa como la solución a sus vivencias? Aquí he constatado que hay miles de fuerzas, tantas como cada uno de nosotros.
– No sabría darte una respuesta, yo también he llegado aquí hace poco. Recuerdo, sin embargo, una frase que fue instalada en mi cabeza aunque ahora no sé lo que significa: “Alá es grande”.
– Y el ¡Universo también! -aseguró Arlie con la mirada de aquél que ha comprendido algo.