‘Malas hierbas’ gana el I Concurso de Cuentos de Terror del Huerto Utopía

Rosalía Guerrero celebra, alborozada, su primer puesto en el concurso. Foto: Jesús Inastrillas

Por Redacción

‘Malas hierbas’, de Rosalía Guerrero, ha sido el trabajo ganador de la primera edición del Concurso de Cuentos de Terror del Huerto Utopía. El jurado estuvo compuesto por Isabel Castellón, Emilio Mahugo, Almudena Pérez, y Pepa Hernández. En la primera ronda de votaciones, a la que llegaron ‘Abono’, de David Mendieta, ‘Aurelio’ de Rafael Ramírez, y ‘Malas hierbas’ de Rosalía Guerrero, hubo un triple empate. En segunda instancia, se eligió como vencedor el texto presentado por Guerrero.

A continuación, se reproduce ‘Malas hierbas’, como premio por resultar vencedor en el certamen:

‘Malas hierbas’

Gregorio

El cadáver del bebé apareció enterrado en el huerto, a tan poca profundidad que el primer golpe de azada lo desenterró, envuelto en su mantita verde y amarilla, con los puñitos cerrados como si estuviera dormido. Parecía un angelito a punto de despertarse.

Esa mañana Gregorio se había levando temprano y sin resaca, por lo que decidió ir al huerto a quitar las malas hierbas que crecían al mismo ritmo que el tumor que anidaba en su hígado. Cuando vio el puñito pálido del bebé pensó que su nieta había escondido alguna de sus muñecas. Era una niña muy rara, pensaba a menudo Gregorio. Como su madre, que la había dejado un día en su puerta, con los tiritones de la abstinencia, antes de esfumarse, como el humo de un chino, para siempre.

Antonia, su mujer, nunca superó perder a su única hija. Cada vez que miraba la cara inexpresiva y advertía el talante huidizo de la nieta la recordaba, sabiendo que a la niña le esperaba el mismo destino que a su madre. Un día, harta de la impotencia y la desesperación de saber que esta vez tampoco podría evitarlo, se lanzó a las vías del tren que pasaban más allá del huerto.

Pocos minutos después de que Gregorio llamara a emergencias, la policía acordonó la zona. Entre sirenas que espantaban las aves y luces que teñían de un naranja intermitente coliflores y lechugas, unas siluetas blancas, como sombras luminosas, colocaban triángulos amarillos alrededor del bebé dormido. Fuera de aquel cuadrado, de pie en el borde de la acequia, la niña les observaba mientras acariciaba el gato moribundo que dormitaba en su regazo. Detrás de ella, los últimos rascacielos de la ciudad comenzaban a desperezarse.

Cuando llegó la jueza, el sol arrancaba destellos blancos a las cuatro patas de un esqueleto que acababan de desenterrar. A unos pocos metros, las moscas se daban un festín con los restos recientes de un cachorro. La jueza, una joven con la oposición recién aprobada, hubo de reprimir el vómito al ver el bebé. También el inspector, un hombretón curtido a punto de jubilarse.

A media tarde, cuando el último funcionario acabó su trabajo, solo las pisadas en surcos y caballones daban fe de lo que había ocurrido pocas horas antes. Antes de regresar a casa Gregorio tomó unos tomates. Mientras los preparaba para cenar le sorprendió verlos tan tersos, sabrosos a pesar de los poco cuidados que dedicaba a las tomateras en los últimos tiempos.

Gregorio y la niña cenaron en silencio. Ella no preguntó por el bebé, él no quiso contarle nada. Mejor así, pensó el hombre, no era necesario hablar del tema. Ya era bastante rara sin necesidad de comentar algo tan truculento. Después, la niña recogió la mesa y se fue a su habitación. Gregorio se quedó bebiendo delante del televisor. No pudo evitar sonreír al ver en las noticias su huerto.

Una joven con piel de anciana camina por el sendero que lleva a la casa. Toca a una ventana de la planta baja y una luz amarillenta ilumina el recuadro. La cara somnolienta de la niña se asoma a través del cristal. Después, sale al porche con sigilo.

—El abuelo dice que estás muerta.

—Después de tanto tiempo es mejor que siga pensándolo.

Durante unos minutos ambas se quedan calladas, intentando reconocerse en la mirada de la otra. El mismo tono de ámbar en los iris, la misma expresión de hastío.

La joven abraza a la niña, intentando caldear el silencio que se ha instalado entre las dos. La niña siente los huesos de su madre clavándose en su cuerpo. No le gusta esa sensación. No está acostumbrada a los abrazos. Con un movimiento de reptil se deshace del de su madre.

—¿Cómo está el cachorrito que te traje?

—Bien —miente. No se atreve a decirle que todas las mascotas que le traen se le mueren. A veces, si se portan mal, ella les ayuda. Le gusta apretarles el cuello despacito, y esa sensación de poder en sus manos.

—Me alegro. — La mujer se quita una mochila que lleva a la espalda. —Hoy te traigo algo mejor.

La niña no había advertido el bulto. Se asoma y ve unos puñitos cerrados y una carita dormida asomándose entre los pliegues de una mantita verde y amarilla.

—¡Es tu hermanito! ¿Has visto que bonito es? Ahora lo cuidarás tú.

La niña asiente en silencio, mientras sus dedos aprietan el pájaro muerto que esconde en el bolsillo”.

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