Por Jesús Navalón
David era un vendedor de la ONCE que repartía sonrisas e ilusiones. Y a veces más que ilusiones, en forma de premios importantes a partes iguales, allá por donde quiera que el destino y las maniobras empresariales del equipo directivo le llevaban. Ya fuese en un quiosquito en una esquina de Moratalaz, ya fuese a las puertas de un supermercado al cobijo del exiguo cartel Ahorramás, allí estaba el bueno de David repartiendo suerte entre sus clientes y clientas.
Indalecio es el nombre ficticio de una de las personas que aconsejan, asesoran, inspeccionan y comprueban el buen estado del chiringuito en el que se producen las ventas de cupones de la ONCE: Cupón Diario, Cuponazo, Sueldazo, Super Once, Triplex, Mi día, Eurojackpot, Rascas, o Rascas Especiales. Todo un arsenal de productos que se tienen que transportar en el maletín de trabajo, de quiosco en quiosco, o en un aparatoso expositor cuando el desvariado criterio de este “caprichoso” inspector consideraba que David tenía que realizar su trabajo a la intemperie.
A veces no nos damos cuenta, y con esta reflexión me gustaría apelar a las personas con responsabilidad como nuestro antojadizo inspector, pero una delgada línea entre la vida y la muerte nos acompaña a todos en nuestro camino vital sin percatarnos de su presencia y…. de su flaqueza.
David era una persona amigable, con una presencia frágil acrecentada por su 40% de minusvalía, una persona querida, y cuya línea vital era alegre y hermosa mientras compartía felices momentos con sus amigos, sus seres queridos, con sus clientes en su puesto de trabajo que buscaban su sonrisa y se percataban de su fragilidad. Pero se convertía en una espiral endemoniada cuando se sentía excesivamente presionado por las exigencias acosadoras de sus superiores.
La línea espiral se fue convirtiendo en un peligroso remolino y, a pesar de que el cariño de todos nosotros la parecían reconducir a un estado más estable, el endemoniado remolino estaba actuando en su delicada mente, torturándole en los días laborales, martirizándole en las noches previas a su jornada laboral, llevándole finalmente a un trágico final. ¡Maldito destino!. ¡Malditas sean las estrategias empresariales que socavan con fines espúreos la autoestima de los trabajadores!. ¡Malditos los trabajadores con cierto “rango” que se prestan sin remordimientos a dar continuidad a tácticas de erosión anímica en sus compañeros trabajadores!. Malditos seáis todos los “Indalecios” que haya por el mundo que os prestáis a semejantes prácticas sin pestañear. ¡Malditos seáis!. No estáis mejorando nada ni las empresas, ni el mundo en que vivimos, ni nada. Hacéis todo lo contrario. Hacéis que los centros de trabajo se parezcan más a cloacas que a lugares sanos de trabajo.
Hacéis que el mundo sea más feo, más nauseabundo. Hacéis que en mentes como la de David se instale la desesperación y la pesadilla. No se pudo parar ese torbellino que habían insertado dentro de ti. David, te queremos, descansa en paz. Ahí se queda una buenísima persona que no se merecía ese final.