Por Miguel Alcázar
Hemos referido ya en esta sección la cualidad básica de la condición humana que tiene que ver con que somos seres sociales. Nos construimos así desde nuestra más tierna infancia en la relación con los otros. Esto hay que tenerlo en cuenta cuando hablamos de la soledad y particularmente de la soledad en la vejez al ser una etapa de pérdidas y de fragilidad física y emocional. Los contactos sociales tienden a disminuir y la pandemia está suponiendo para ellos una vuelta de tuerca más en su proceso de aislamiento y de apartamiento social, lo que puede provocar un incremento de esa soledad.
A pesar de la importancia de las relaciones sociales, la realidad es que desplegamos la vida en un sistema social que parece, cuando menos, poco adecuado para el desarrollo y cuidado de esas necesidades de comunicación. Más bien, es un sistema depredador de vínculos sociales y de lo comunitario que aparta a los que no son útiles, a los improductivos, y que premia y exalta el individualismo, la competitividad, el éxito social centrado en la acumulación y la riqueza, en el culto al cuerpo y a la juventud como valor.
También el consumismo ciego que alimenta los intereses del sacrosanto mercado. Una sociedad que tiene un mosaico de valores poco proclive a la atención y cuidado de las personas.
Ese mercado y los grandes ‘lobbies’ económicos que lo dirigen no cuidan a las personas ni a sus redes de relaciones, sino que trata de individualizarlas y utilizarlas como objetos de rentabilidad económica. Pongamos un ejemplo que sirva de muestra: en apenas unas décadas se ha provocado un cambio en el lenguaje que ha tenido consecuencias. Casi sin darnos cuenta, ha desaparecido del lenguaje cotidiano la palabra tristeza. Ahora las personas ya no están tristes, ahora están deprimidas, y la razón es que la tristeza no requiere medicación y la depresión sí. La tristeza requiere un sujeto activo que con apoyo psicológico pueda hacerse cargo de su vida. Al desaparecer la tristeza y convertir los trastornos mentales en enfermedad se rompe el vínculo del sujeto con su contexto social y se le medica como a un enfermo. Así, el consumo de fármacos para la depresión o la ansiedad se dispararon asegurando unos ingresos astronómicos al ‘lobbie’ de la industria farmacéutica, a la vez que las personas tratadas quedan señaladas con el estigma de la enfermedad y del fracaso social y emocional.
Problema social
La realidad se nos torna confusa y nos obliga a pensar con cuidado cómo, desde este contexto social equívoco y depredador de sujetos y de relaciones, podemos abordar la soledad en las personas más mayores, aquella soledad que por repetida se convierte en un problema social. Para ello habría que señalar que la soledad no es algo que ocurra de manera natural e inevitable, sino que es producto de unas condiciones sociales. La soledad no es por tanto el problema sino el síntoma. Por eso no se debería plantear como un problema subjetivo, de la persona que la sufre. Si así se hiciera, colocamos a esa persona sola y aislada como responsable de su vida, en lugar de víctima de un mundo que no le incluye y del que no es responsable.