Por Miguel Alcázar
Esta sección en la que tratamos sobre los procesos de exclusión y apartamiento social que están sufriendo nuestros mayores, no podía pasar por alto los terribles acontecimientos ocurridos en las residencias durante la primera ola de esta pandemia de la COVID-19. La muerte de unos 20.000 ancianos y, sobre todo, las condiciones en las que se han producido muchas de esas muertes debería obligar a gobiernos y a administraciones públicas a indagar en las causas de estos acontecimientos para comprender por qué han ocurrido y, de igual modo, para poner los medios necesarios que eviten que una situación así vuelva a repetirse. También como sociedad los hechos nos impelen, nos deben empujar a reclamar una atención digna a nuestros mayores.
Había muchos indicadores que quizás no hemos querido ver, pero que nos señalaban que la vejez no es una prioridad para nuestro sistema social y que, por lo tanto, tampoco lo iba a ser para las respuestas sanitarias e institucionales a la pandemia. Uno de los principales indicadores tiene que ver con la dejación de gobiernos y administraciones públicas respecto a la atención y cuidados a las personas ancianas. Los hechos son claros. La ratio de residencias públicas a nivel nacional se sitúa en torno al 28% y en la Comunidad de Madrid este dato baja hasta el 17% y buena parte de este porcentaje tiene una gestión privada, es decir, la inmensa mayoría de plazas residenciales son propiedad de empresas privadas. La Administración del Estado no protege, lo deja en las manos del mercado. Y hay más en este indicador. No se trata de pequeñas empresas familiares las que controlan este sector. Desde que la atención y cuidado a las personas ancianas se convirtió en un nicho de negocio por la ausencia de oferta pública, fueron los grandes fondos de inversión, más conocidos como fondos buitres, los que decidieron invertir para futuro. Las tendencias demográficas les auguraban un negocio prometedor en España. Los cuidados son una necesidad vital para las personas ancianas que, por su fragilidad física y emocional, quedan así a la intemperie del mercado y en manos de los fondos buitres. Una perfecta metáfora de los valores de la vejez. El mercado no cuida la vida, nunca lo hizo y el Estado protector parece que ni está ni se le espera.
Otro de los indicadores que señalaban en el mismo sentido es el del valor concedido a la actividad laboral de los cuidados en las residencias, generalmente realizados por mujeres inmigrantes con salarios de miseria, con contratos precarios y formación muy básica. Y sometidas a unos ritmos de trabajo y objetivos que se parecen más a las cadenas de producción que a un servicio de asistencia a personas vulnerables. Ya se sabe, la prioridad de estas empresas, ajenas, distantes y frías, es el puro beneficio, ajeno a la función social que reclama el oficio de los cuidados a los más vulnerables.
Gestión oscura, poco transparente
Las residencias mantienen una gestión oscura, poco transparente. Poco se sabe de lo que ocurre dentro de sus muros. Aunque tienen órganos de participación (el Consejo de Residentes para las públicas de gestión directa y el Consejo de Usuarios para las de gestión indirecta), pero son poco conocidos y ni la Administración Pública, ni las empresas concesionarias parecen tener interés en fomentarlos. Sin embargo, después de los acontecimientos acaecidos se hace necesario recuperar esos consejos, hacerlos efectivos y dotarlos de competencias como forma de romper los silencios internos.
Este contexto, unido al déficit estructural de recursos y a la falta de una supervisión sanitaria adecuada en las residencias, nos ayuda a comprender la alta mortalidad producida durante esta pandemia. El Informe que Médicos Sin Fronteras (MSF) ha realizado a partir de asistir a más de 500 residencias durante el pico de la pandemia es demoledor en sus conclusiones. Unas conclusiones que señalan múltiples deficiencias de las Administraciones Públicas, que priorizaron la respuesta asistencial en hospitales dejando atrás a las personas ancianas de las residencias, siendo éstas el colectivo más vulnerable y con mayor mortalidad; deficiencias también del sistema sanitario en su atención a las residencias y de las empresas gestoras que carecen de protocolos de atención y de planes de contingencia que hubieran permitido encontrar alternativas a las situaciones extremas que se dieron y reducir, con ello, la mortalidad.
Señala también el informe que “la lógica del modelo de residencias actual responde más a las condiciones del proveedor de servicios que a las necesidades sociales y sanitarias de las personas mayores”. Nuevamente ausentes los ancianos en su contexto de olvido. Nuevamente la lógica empresarial administrando fríos recursos sin alma.
Situaciones extremas
En las situaciones extremas que produjo el pico de la pandemia en las residencias el aislamiento de las personas enfermas en las habitaciones se vio como única alternativa para evitar los contagios. Pero fueron encerramientos sin atención, ni médica ni psicológica, y sin tener en cuenta los demoledores efectos que este aislamiento tendría en el frágil estado emocional de los residentes y en su salud mental. Sumar al aislamiento cotidiano otro envuelto en tragedia, que probablemente no entendieran, y desprenderles de las visitas familiares que tenían como único bálsamo a su soledad, debió suponer para los ancianos una situación insoportable e incomprensible que produjo mucho sufrimiento y en no pocos casos la muerte misma. Solos en la habitación, sin rastro humano de consuelo.
En este sentido, el informe de MSF plantea la necesidad de mantener un equilibrio entre aislamiento, cuarentena y convivencia, así como establecer unos protocolos de despedida de familiares para un final de vida más digno. No podemos permitir que esta nueva normalidad se acabe convirtiendo en una vuelta de tuerca más en el proceso de exclusión que ya sufren las personas ancianas. Los protocolos de funcionamiento deben de poner en el centro de toda decisión a los ancianos y a sus necesidades básicas, y no pueden estar condicionadas por interferencias políticas o empresariales. Sin protocolos, sin formación adecuada y sin recursos suficientes se toman decisiones equivocadas, como señala el informe de MSF en la siguiente cita: “Nos entró tanto miedo con el virus que no hemos pensado en otra cosa que en aislar al máximo, sin pensar en lo que esto significaba para ellos” (directora de una residencia familiar).
La experiencia de la pandemia nos pone sobre la mesa la conveniencia de repensar si el actual modelo de residencias es el más adecuado para cumplir con la delicada tarea de atender y cuidar a las personas ancianas.