Por Miguel Alcázar
La pandemia y su resultado de muertes de ancianos en las residencias han dejado al descubierto, de manera en exceso cruel, la necesidad de repensar el modelo de cuidados que tenemos, sus prioridades, así como la inadecuación de los equipamientos que acogen a esos ancianos. La lógica del mercado (y su interés por la rentabilidad) pudo imponer los estilos de los cuidados y la forma de gestión en las residencias, lo que nos llevó a esa catástrofe. Pero eso fue posible (es necesario decirlo) gracias a la dejadez clamorosa de los gobiernos y de las administraciones por su falta de oferta pública y por la ausencia de fiscalización y controles efectivos en la gestión de las residencias privadas o concertadas.
La necesidad de poner los cuidados en el centro y de pensar en las personas y en sus necesidades como eje principal de los cuidados y de la toma de decisiones, es el cambio imprescindible que nos ha traído la pandemia y que señalan los expertos. Y esto pasa por abandonar el modelo actual de las residencias, excesivamente grandes, masificadas y alejadas del domicilio familiar. Es importante mantener a los residentes en un entorno próximo, que les permita conservar sus vínculos sociales y el arraigo que da un paisaje urbano conocido que permite mantener recuerdos para aquellos que miran más hacia el pasado. Y sustituir los edificios residenciales por equipamientos pequeños que permitan una atención más personal y respetuosa con sus necesidades. Lejos, por tanto, de los contenedores de la exclusión.
Los pisos tutelados en el barrio o viviendas con servicios compartidos, que no tienen por qué ser exclusivamente asistenciales en el sentido sanitario del término, en las que pudiera haber una mezcla generacional, serían modelos más adecuados para vivir. Este tipo de espacios residenciales evitarían el estigma de guetos que tienen las residencias.
Cuidados más adecuados
Sin embargo, los asuntos más importantes a tener en cuenta en un modelo de cuidados más adecuado y respetuoso, tienen que ver con aspectos que quizás no se refieren habitualmente, pero que son fundamentales. ‘El Valor Social de la Vejez’, como hemos visto en entregas anteriores, está marcado por una suerte de apartamiento social y de exclusión, porque el viejo en nuestras sociedades modernas, ya no forma parte de la memoria de un pueblo, al contrario que en la época clásica. No es la memoria viviente de una sociedad, ni tiene nada qué decir a cerca de ella, aunque represente su pasado vivo.
Se trataría, por tanto, de avanzar en la reversión de esa realidad y de poner en valor sus experiencias de vida, de saberes y conocimientos; de poner en marcha actividades que entremezclen generaciones mediante iniciativas, por ejemplo, entre los colegios y los centros en los que residen los ancianos, de contar con ellos para organizar las actividades, de acabar con las actividades diseñadas para matar el tiempo. Se trata, en definitiva, de revisar el lugar que los mayores ocupan en lo social, recuperar la transmisión de saberes y devolverles la dignidad de una vida útil y con sentido como sujetos sociales necesarios.