La voz del silencio

Alberto Gonzalez

Alberto GonzalezMi bicicleta tenía ruedines cuando mi padre me decía eso de: “Hijo, vives en la última casa de Madrid”. Para mí era un orgullo ser o estar el primero o el último, al menos a los ocho años (cosa que no debería ocurrir al crecer; eso de jactarse de algo de lo que uno no ha tomado parte). Y era la última casa porque a partir de ella solo había silencio. Tras los edificios de los números finales de la calle Congosto, cerca del solar de la empresa de butano, solo había silencio. Y eso ocurre porque existe la magia del paisaje. Sin casas ni calles, Madrid se acababa en un camino de tierra en el que solo unos pocos circulábamos o montábamos en nuestras bicicletas, al compás del movimiento de las amapolas y los escarabajos peloteros. En ese lugar, no tan lejano en el tiempo, los personajes de esta historia (que éramos los vallecanos de finales de la calle Congosto) se paraban en ese camino de arena si uno de esos escarabajos intentaba pasar de un lado al otro.

A mí nunca nadie me dijo que lo debía hacer, pero el eco del silencio, del fin de una ciudad, de esos verdes, amarillos y rojos, me obligaron a pararme ante ellos, ante los verdaderos ciudadanos de ese lugar de colores. A veces, ese eco te llevaba ante otro espectáculo. En medio de la explanada, o a un lado, o desaparecido ante los ojos de la mayoría, un obstáculo nos paraba. Era una enorme masa de vacío incrustada en la tierra, un lugar estupendo para niños y peterpanes en el que tirarse con un cartón a sentir lo que otros llamaban vértigo. Para que entendáis la magnitud de aquel hito, yo la llamaba “La montaña al revés”. Para que entendáis, de verdad, que todo es pequeño comparado con la realidad, no hace muchos años me enteré de que era la consecuencia menor de una bomba lanzada en la Guerra Civil. El horror, a los ojos de un niño, era un rampa por la que tirarse.

Ahora creo que aquel lugar no era más que un capítulo de un buen cuento. Creo, cerrando los ojos, que uno, al entrar, nunca sabía dónde iba a terminar en ese paraíso que era el final de Madrid. Que eran los escarabajos, con su paso lento, los que decidían si aquellos martes Alberto y su familia tenían que encontrar esa “montaña al revés” o, por el contrario, terminar sin ese bucólico sueño. Como los paseos de la niña tras las tortugas en el Momo de Michael Ende.

Ahora la realidad es otra, y esos caminos son carreteras, y los escarabajos han buscado otros niños y otras bombas y las amapolas son solo las más guerreras, entre tantos edificios de altas miras. Y ése es el paisaje de mi primera novela, El amargo despertar. Soy un nostálgico, es cierto, pero admito la certeza del paso del tiempo. Y admito que en el PAU de Vallecas ahora hay otros niños (muchos) y hay otras casas que serán las últimas de Madrid, en las que cerca vivirán, seguro, decenas de escarabajos que llevarán a los afortunados a algún lugar mágico que recordarán durante el resto de sus vidas. Las vidas, las estaciones y las personas van y vienen, pero la magia, y Vallecas, permanece.

Alberto González Ortiz
www.albertoalez.com

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